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miércoles, 22 de diciembre de 2010

La Navidad según san Francisco de Asís.




Sucedió en Rivotorto, en el año 1209. El 25 de diciembre de ese año cayó en viernes y los hermanos, en su ignorancia, se preguntaban si había que ayunar o no. Entonces fray Morico, uno de los primeros compañeros, se lo planteó a San Francisco y obtuvo esta respuesta: "Pecas llamando 'día de Venus' (eso significa la palabra viernes) al día en que nos ha nacido el Niño. Ese día hasta las paredes deberían comer carne; y, si no pueden, habría que untarlas por fuera con ella".

La devoción de San Francisco por la fiesta de la Natividad de Cristo le venía, pues, ya desde los comienzos de su conversión, y era tan grande que solía decir: "Si pudiera hablar con el emperador Federico II, le suplicaría que firmase un decreto obligando a todas las autoridades de las ciudades y a los señores de los castillos y villas a hacer que en Navidad todos sus súbditos echaran trigo y otras semillas por los caminos, para que, en un día tan especial, todas las aves tuvieran algo que comer. Y también pediría, por respeto al Hijo de Dios, reclinado por su Madre en un pesebre, entre la mula y el buey, que se obligaran esa noche a dar abundante pienso a nuestros hermanos bueyes y asnos. Por último, rogaría que todos los pobres fuesen saciados por los ricos esa noche".

Su devoción era mayor que por las demás fiestas pues decía que, si bien la salvación la realizó el Señor en otras solemnidades –Semana Santa/Pascua–, ésta ya empezó con su nacimiento.

Sin embargo, lo más conocido de san Francisco con relación al nacimiento del Redentor fue la celebración de la nochebuena que escenificó en una cueva del monte, cerca del castillo de Greccio. He aquí el relato del episodio, contado por el primer biógrafo del santo:

La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa.
Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.

Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote goza de singular consolación.


El santo de Dios viste los ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.

Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.

Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males.

El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya (1.Cel.84-87).

(Fray Tomás Gálvez C)


lunes, 13 de diciembre de 2010

Nuestra Morenita del Tepeyac


Santa María de Guadalupe


No se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad,
ni otra alguna enfermedad o angustia.
¿No estoy yo aquí?
¿No soy tu Madre?
¿No estás bajo mi sombra?
¿No soy yo tu salud?
¿No estás por ventura en mi regazo?
¿Qué mas has menester?
No te apene ni te inquiete otra cosa."

(Palabras de Nuestra Señora a Juan Diego)



RESUMEN DE LA HISTORIA DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

En el año de 1531, a los pocos días del mes de Diciembre, había en México un indígena llamado Juan Diego. Juan Diego iba caminando, cuando al pasar por un cerro llamado Tepeyac escuchó que lo llamaban:

"Juanito, Juan Dieguito". Este subió a la cumbre del cerro y, cuando llegó, mucho se admiró de una mujer vestida de sol, que lo llamó para que fuera bien cerquita de ella y le descubrió su voluntad.

"Sabe Juan Diego que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Mucho quiero que se me construya una casita para mostrar a mi hijo y para darlo a todos los hombres que me invoquen. Porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva. Para cumplir mi deseo ve al palacio del Obispo de México y dile cómo yo personalmente, yo que soy la Madre de Dios te envío".

Juan Diego fue directo al palacio del Obispo, Don Fray Juan de Zumárraga, pero aunque éste lo recibió, no creyó en su palabra y le mandó que volviera al día siguiente.

El Domingo, después de oír Misa, fue nuevamente Juan Diego al palacio del Obispo. En este segundo encuentro muchas cosas le preguntó y para estar seguro de que se trataba de la Madre de Dios, le pidió una señal.

Juan Diego le dio la respuesta del Obispo a la Virgen, quien le mandó volver al día siguiente. Pero el lunes ya no pudo regresar, porque encontró en su casa que su tío Juan Bernardino estaba muy enfermo, para morir. Se quedó todo el día con él y el día martes 12 de Diciembre, cuando todavía era de noche, salió Juan Diego a México a buscar un sacerdote que preparara a su tío para la muerte. Cuando estaba cerca del cerro pensó: "Si voy por el mismo camino la Madre de Dios me detendrá para que lleve su señal. Que primero nos deje nuestro dolor, nuestra aflicción". Y dio la vuelta por el otro lado del cerro. Pero la Virgen María que a todas partes está mirando salió a su encuentro y le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?"

"Mi niña, mi jovencita, voy a México a buscar un sacerdote para un siervo tuyo, tío mío, que está muy grave. Ten un poquito de paciencia conmigo que luego volveré por la señal", respondió Juan Diego.

"Escucha Juan Diego, ponlo en tu corazón. ¿No estoy aquí yo que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Sabe que tu tío ya está bien, ya está curado. Ahora es muy necesario que subas a la cumbre del cerro. Allí encontrarás flores. Córtalas y tráelas a mi presencia".

Juan Diego sabía que no se daban flores en esa época del año, pero subió sin dudar y cuando llegó se encontró en el paraíso. Cortó las flores, las guardó en su manto y bajó al encuentro de la Virgen. Ella las tomó con sus santas manos y le dijo: "Estas flores son la señal que llevarás al señor Obispo. Dile que vea en ellas mi deseo, para que construya mi templo. Y sabe que mucho te voy a glorificar por tu trabajo y por tu cansancio. Y en ti que eres mi mensajero está puesta mi confianza".

Cuando Juan Diego llegó al palacio del Obispo, después de mucho esperar logró verlo. Primero le contó todo lo que había visto y oído, y cuando terminó su relato le dijo: "Aquí tienes las flores, hazme el favor de recibirlas".

Juan Diego comenzó a abrir su manto y a sacar las flores. Allí mismo comenzó a ver que la imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe se había quedado grabada en su manto. Ella se había estampado en la tilma de Juan Diego en la misma forma y figura en que está hoy en su casita de México.





Videos Virgencita de Guadalupe

 

 Enlace a  Videos Virgencita de Guadalupe
(Dibujos Animados)


NICAN MOPOHUA
(Texto original de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego)

Relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe.

En orden y concierto se refiere aquí de qué maravillosa manera se apareció poco ha la siempre Virgen María, Madre de Dios, Nuestra Reina, en el Tepeyac, que se nombra Guadalupe.
Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga. También (se cuentan) todos los milagros que ha hecho.

Primera aparición.

Diez años después de tomada la ciudad de México se suspendió la guerra y hubo paz entre los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego según se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales aún todo pertenecía a Tlatilolco.
Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitosos, sobrepujaba al del COYOLTOTOTL y del TZINIZCAN y de otros pájaros lindos que cantan.
Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: "¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?"
Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto celestial y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: "Juanito, Juan Dieguito".
Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo al cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.
Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que se posaba su planta flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arco iris.
Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?" Él respondió: "Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor".
Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad, le dijo: "Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra.
Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.
Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído.
Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo".
Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo" Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México.
Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara.
Luego que entro, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió: "Otra vez vendrás, hijo mío y t e oiré más despacio, lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido".
Él salió y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje.

Segunda aparición

En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera.
Al verla se postró delante de ella y le dijo: "Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no la tuvo por cierto, me dijo: "Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido..."
Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizás invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado le encargues que lleve tu mensaje para que le crean porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro.
Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía". Le respondió la Santísima Virgen: "Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad.
Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por enero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido.
Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”. Respondió Juan Diego: Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino.
Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto”.
Luego se fue él a descansar a su casa. Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse en las cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver enseguida al prelado.
Casi a las diez, se presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora de Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.
El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal; para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: “Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envía acá”. Viendo el obispo que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada, le despidió.
Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente Tepeyácac, lo perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo.
Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, le dijeron que no más le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.

Tercera aparición

Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso e creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo”.
Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.
Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que llevase la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo deprisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando”.
Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo.

Cuarta aparición

Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes.
La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?” ¿Se apenó él un poco o tuvo vergüenza, o se asustó?.
Juan Diego se inclinó delante de ella; y le saludó, diciendo: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte.
Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa”. Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó”.
(Y entonces sanó su tío según después se supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba; a fin de que le creyera.
La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me vise y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; Enseguida baja y tráelas a mi presencia”.
Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas de rocío, de la noche, que semejaba perlas preciosas.
Luego empezó a cortarlas; las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo.
Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”.
Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores.
Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento.
Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él para ver lo que traía y satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que tría y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco que eran flores, y al ver que todas eran distintas rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas.
Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.
Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. Enseguida mandó que entrara a verle.
Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad.
Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla.
Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío que luego fui a cortar.
Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. He las aquí: recíbelas”.
Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe.
Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y con el pensamiento.
El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la señora del Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo”.
Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse.
Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.
Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía.
Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho.
Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; La que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo para que le edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo.
También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguara delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyácac, donde la vio Juan Diego.
El Señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo; la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen.
La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

¿Quiénes Somos?



Nuestros Orígenes

Nuestra Congregación de Hermanas Franciscanas de la Inmaculada Concepción se inició con un profundo carácter de vida conventual y monástico, heredado del espíritu franciscano de los Colegios Apostólicos de Propaganda Fide de Pachuca, y transmitido por nuestro Padre Fundador Fray José del Refugio Morales Córdova

Fr. José del Refugio Morales
Somos herederas del espíritu franciscano recibido de nuestro Padre Fundador, Fray José del Refugio Morales Córdova OFM. Nuestra Congregación se inició con un profundo espíritu de servicio en reparar la viña del Señor. Nacidas el 10 de Agosto 1874 en la ciudad de México, en medio de las fuertes corrientes de secularización y desacralización de la República Mexicana,


Fuimos un modesto esfuerzo suscitado por el Espíritu Santo como respuesta a las necesidades del Pueblo de Dios, ante la situación del País, para conservar, sostener y difundir los grandes valores de la vida consagrada, bajo la protección maternal de la Inmaculada Concepción.


NUESTRO CARISMA

Ser en la Iglesia miembros constructivos mediante la entrega total a Cristo pobre y humilde, para restaurar la viña del Señor en la oración, sacrificio y acción apostólica.

Nuestro carisma procede de la profunda experiencia de Dios que el Espíritu Santo concedió a San Francisco de Asís, a quien, con una vida de total conversión a Dios en la oración y en la penitencia, dio respuesta a la invitación divina: "Francisco, repara mi Iglesia"


Nuestras primeras hermanas Sor María de la Luz de Cristo Crucificado, Sor Juana Méndez de San Felipe Neri y Sor María del Refugio Maldonado de la Preciosa Sangre, siguiendo el testimonio y la inspiración apostólica de nuestro padre Fundador, participaron de estos ideales y nos los transmitieron.

NUESTRA VIDA APOSTÓLICA

Nuestro apostolado principal será el testimonio auténtico de vida consagrada mediante la fiel observancia de nuestro compromiso evangélico de seguir a Cristo pobre y humilde, el cual fomentaremos constantemente con la oración y la conversión.

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