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jueves, 21 de abril de 2011

La última cena del Señor


Meditación de Jueves Santo

Jesús celebra la Pascua rodeado de los suyos. Todos los momentos de esta Última Cena reflejan la Majestad de Jesús, que sabe que morirá al día siguiente, y su gran amor y ternura por los hombres.

Jesús encomendó la disposición de lo necesario a sus discípulos predilectos: Pedro y Juan. Los dos Apóstoles se esmeran en los preparativos. Pusieron un especial empeño en que todo estuviera perfectamente dispuesto.

Jesús se vuelca en amor y ternura hacia sus discípulos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin (Juan 13, 1).

Hoy meditamos en ese amor de Jesús por cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato con Él, en los actos de desagravio, en la caridad con los demás, en nuestro amor a la Eucaristía...

Jesús realiza la institución de la Eucaristía, anticipa de forma sacramental –Lucas 22, 19-20: “mi Cuerpo entregado”... “mi Sangre derramada”– el sacrificio que va a consumar al día siguiente en el Calvario. Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo.

Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en memoria mía (Lucas 22, 19; 1 Corintios 2, 24). Junto con la Sagrada Eucaristía instituye el sacerdocio ministerial.

Jesús se queda con nosotros. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el Sagrario. Esta tarde-noche, cuando vayamos a adorarle en el Monumento, nos encontraremos con Él que nos ve y nos reconoce. Le contaremos lo que nos ilusiona y lo que nos preocupa y le agradeceremos su entrega amorosa. Jesús siempre nos espera en el Sagrario.

Jesús habla a sus Apóstoles de su inminente partida, y es entonces cuando enuncia el Mandamiento Nuevo, proclamado, por otra parte, en cada página del Evangelio: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Juan 15, 12).

Hoy, Jueves Santo, podemos preguntarnos si nos conocen como discípulos de Cristo porque vivimos con finura la caridad con los que nos rodean, mientras recordamos, cuando está tan próxima la Pasión del Señor, la entrega de María al cumplimiento de la Voluntad de Dios y al servicio de los demás.

La inmensa caridad de María hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Juan 15, 13).
Jueves Santo 
Pasión de Nuestro Señor


LA ULTIMA CENA DEL SEÑOR

I. Este Jueves Santo nos trae el recuerdo de aquella Última Cena del Señor con los Apóstoles. Como en años anteriores, Jesús celebrará la Pascua rodeado de los suyos. Pero esta vez tendrá características muy singulares, por ser la última Pascua del Señor antes de su tránsito al Padre y por los acontecimientos que en ella tendrán lugar. Todos los momentos de esta Última Cena reflejan la Majestad de Jesús, que sabe que morirá al día siguiente, y su gran amor y ternura por los hombres.

La Pascua era la principal de las fiestas judías y fue instituida para conmemorar la liberación del pueblo judío de la servidumbre de Egipto. Este día será para vosotros memorable, y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé, de generación en generación. Será una fiesta a perpetuidad (1). Todos los judíos están obligados a celebrar esta fiesta para mantener vivo el recuerdo de su nacimiento como Pueblo de Dios.

Jesús encomendó la disposición de lo necesario a sus discípulos predilectos: Pedro y Juan. Los dos Apóstoles hacen con todo cuidado los preparativos. Llevaron el cordero al Templo y lo inmolaron, luego vuelven para asarlo en la casa donde tendrá lugar la cena. Preparan también el agua para las abluciones(2), las «hierbas amargas» (que representan la amargura de la esclavitud), los «panes ácimos» (en recuerdo de los que tuvieron que dejar de cocer sus antepasados en la precipitada salida de Egipto), el vino, etc. Pusieron un especial empeño en que todo estuviera perfectamente dispuesto.

Estos preparativos nos recuerdan a nosotros la esmerada preparación que hemos de realizar en nosotros mismos cada vez que participamos en la Santa Misa. Se renueva el mismo Sacrificio de Cristo, que se entregó por nosotros, y nosotros somos también sus discípulos, que ocupamos el lugar de Pedro y Juan.

La Última Cena comienza a la puesta del sol. Jesús recita los salmos con voz firme y con un particular acento. San Juan nos ha transmitido que Jesús deseó ardientemente comer esta cena con sus discípulos(3).

En aquellas horas sucedieron cosas singulares que los Evangelios nos han dejado consignadas: la rivalidad entre los Apóstoles, que comenzaron a discutir quién sería el mayor; el ejemplo sorprendente de humildad y de servicio al realizar Jesús el oficio reservado al ínfimo de los siervos: se puso a lavarles los pies; Jesús se vuelca en amor y ternura hacia sus discípulos: Hijitos míos..., llega a decirles. «El mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de recuerdo, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte»(4).

Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin (5). Hoy es un día particularmente apropiado para meditar en ese amor de Jesús por cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato asiduo con Él, en el amor a la Iglesia, en los actos de desagravio y de reparación, en la caridad con los demás, en la preparación y acción de gracias de la Sagrada Comunión, en nuestro afán de corredimir con Él, en el hambre y sed de justicia...

II. Y ahora, mientras estaban comiendo, muy probablemente al final, Jesús toma esa actitud trascendente y a la vez sencilla que los Apóstoles conocen bien, guarda silencio unos momentos y realiza la institución de la Eucaristía.

El Señor anticipa de forma sacramental –«mi Cuerpo entregado, mi Sangre derramada»– el sacrificio que va a consumar al día siguiente en el Calvario. Hasta ahora la Alianza de Dios con su pueblo estaba representada en el cordero pascual sacrificado en el altar de los holocaustos, en el banquete de toda la familia en la cena pascual. Ahora, el Cordero inmolado es el mismo Cristo (6): Esta es la nueva alianza en mi Sangre... El Cuerpo de Cristo es el nuevo banquete que congrega a todos los hermanos: Tomad y comed...

El Señor anticipó sacramentalmente en el Cenáculo lo que al día siguiente realizaría en la cumbre del Calvario: la inmolación y ofrenda de Sí mismo –Cuerpo y Sangre– al Padre, como Cordero sacrificado que inaugura la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres, y que redime a todos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.

Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo. A las puertas de su Pasión y Muerte, ordenó las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo. Porque Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en memoria mía (7). Junto con la Sagrada Eucaristía, que ha de durar hasta que el Señor venga (8), instituye el sacerdocio ministerial.

Jesús se queda con nosotros para siempre en la Sagrada Eucaristía, con una presencia real, verdadera y sustancial. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el Sagrario. En aquella noche los discípulos gozaron de la presencia sensible de Jesús, que se entregaba a ellos y a todos los hombres. También nosotros, esta tarde, cuando vayamos a adorarle públicamente en el Monumento, nos encontraremos de nuevo con Él; nos ve y nos reconoce. Podemos hablarle como hacían los Apóstoles y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa, y darle gracias por estar con nosotros, y acompañarle recordando su entrega amorosa. Siempre nos espera Jesús en el Sagrario.

III. La señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis lo unos a los otros (9).

Jesús habla a los Apóstoles de su inminente partida. Él se marcha para prepararles un lugar en el Cielo (10), pero, mientras, quedan unidos a Él por la fe y la oración (11).

Es entonces cuanto enuncia el Mandamiento Nuevo, proclamado, por otra parte, en cada página del Evangelio: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (12). Desde entonces sabemos que «la caridad es la vía para seguir a Dios más de cerca» (13) y para encontrarlo con más prontitud. El alma entiende mejor a Dios cuando vive con más finura la caridad, porque Dios es Amor, y se ennoblece más y más en la medida en que crece en esta virtud teologal.

El modo de tratar a quienes nos rodean es el distintivo por el que nos conocerán como sus discípulos. Nuestro grado de unión con Él se manifestará en la comprensión con los demás, en el modo de tratarles y de servirles. «No dice el resucitar a muertos, ni cualquier otra prueba evidente, sino esta: que os améis unos a otros» (14). «Se preguntan muchos si aman a Cristo, y van buscando señales por las cuales poder descubrir y reconocer si le aman: la señal que no engaña nunca es la caridad fraterna (...). Es también la medida del estado de nuestra vida interior, especialmente de nuestra vida de oración» (15).

Os doy un mandamiento nuevo: que os améis... (16). Es un mandato nuevo porque son nuevos sus motivos: el prójimo es una sola cosa con Cristo, el prójimo es objeto de un especial amor del Padre. Es nuevo porque es siempre actual el Modelo, porque establece entre los hombres nuevas relaciones. Porque el modo de cumplirlo será nuevo: como yo os he amado; porque va dirigido a un pueblo nuevo, porque requiere corazones nuevos; porque pone los cimientos de un orden distinto y desconocido hasta ahora. Es nuevo porque siempre resultará una novedad para los hombres, acostumbrados a sus egoísmos y a sus rutinas.

En este día de Jueves Santo podemos preguntarnos, al terminar este rato de oración, si en los lugares donde discurre la mayor parte de nuestra vida conocen que somos discípulos de Cristo por la forma amable, comprensiva y acogedora con que tratamos a los demás. Si procuramos no faltar jamás a la caridad de pensamiento, de palabra o de obra; si sabemos reparar cuando hemos tratado mal a alguien; si tenemos muchas muestras de caridad con quienes nos rodean: cordialidad, aprecio, unas palabras de aliento, la corrección fraterna cuando sea necesaria, la sonrisa habitual y el buen humor, detalles de servicio, preocupación verdadera por sus problemas, pequeñas ayudas que pasan inadvertidas... «Esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria» (17).

Cuando está ya tan próxima la Pasión del Señor recordamos la entrega de María al cumplimiento de la Voluntad de Dios y al servicio de los demás. «La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)» (18).
_________________________

(1) Ex 12, 14.  
(2) Jn 13, 5.  
(3) Jn 13, 1.  
(4) Pablo VI, Homilía de la Misa del Jueves Santo, 27-III-1975. 
(5) Jn 13, 1.  
(6) 1 Cor 5, 7.  
(7) Lc 22, 19; 1 Cor 2, 24.  
(8) 1 Cor 11, 26.  
(9) Lavatorio de los pies. Antífona 4ª Jn 13, 35.  
(10) Jn 14, 2-3. 
(11) Jn 14, 12-14. 
(12) Jn 15, 12. 
(13) Santo Tomás, Coment. a la Epístola a los Efesios, 5, 1.  
(14) ídem, Opúsculo sobre la caridad. 
(15) B. Baur, En la intimidad con Dios, Herder, Barcelona 1973, p. 246. — 
(16) Jn 13, 34. — 
(17) Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 38. — 
(18) San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 287.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución

Meditación para Jueves Santo: 
VIGILAD Y ORAD

Entra en Getsemaní, en el Huerto donde impera la noche, la tristeza, el agotamiento, el desaliento. Pocas escenas del Evangelio representan con más realismo la experiencia del hombre moderno y con frecuencia la experiencia de la comunidad cristiana, que el Huerto de los Olivos en la noche de la traición.

Giuliano Amidei (s. XIV-XV), La oración en el Huerto

Tres avisos quedan grabados en la memoria de los evangelistas como enseñanza del Maestro, que no habla de memoria, sino que comparte el secreto con los suyos, para que salgan vencedores en la tentación.

El primer secreto: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar» (Mt 26, 36). «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26, 38).

Jesús ha necesitado la compañía humana, amiga, aunque ésta se queda a una distancia infranqueable. Nos enseña que en algunos momentos de la vida es muy importante tener próximos a los amigos, poder decirles el corazón, expresar el sentimiento más íntimo.

Jesús no es el invulnerable, el valiente insensible, el fuerte solitario. Nos ha enseñado que es buena la amistad, que es necesaria la comunidad, que es mandamiento el amor mutuo. ¡Cómo ayuda saber que están junto a ti los que te quieren, aunque no pueda ser en cercanía física!

Jesús invitó a sus discípulos a acompañarlo. Muchas otras veces se había retirado Él solo al monte, en la espesura de la noche y en las latitudes del descampado, para orar. Esta noche nos dice que en los momentos recios es bueno tener cerca a los que amas.

El segundo secreto: «Pedid que no caigáis en tentación» (Lc 22, 40). «¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación» (Lc 22, 46). «Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14, 37-38).

Jesús reconoce nuestra vulnerabilidad, Él se sabe también frágil y comprende muy bien los sentimientos humanos, las reacciones psicológicas evasivas. El sueño es manifestación de defensa. No se resuelve el problema evadiéndolo, ni dejando pasar las cosas sin afrontarlas, ni reaccionando de manera inconsciente.

Jesús recomienda dos actitudes para el momento de la prueba, la vigilancia y la oración. Hay veces que acontece lo peor por no estar atentos, porque se descuidan la sensibilidad y la prudencia. La astucia, la cautela, la vigilia son referencias evangélicas frente a los que puedan hacernos daño.

Jesús insiste en la oración. Los humanos consuelan. Los amigos son necesarios, pero el Maestro nos deja como testamento una llamada apremiante para la hora oscura. En el tiempo de las tinieblas, la luz proviene de la oración, de la súplica, del grito de socorro, con la certeza de saberse escuchado. El creyente ora y atraviesa el cerco del abismo hablando con Dios.

El tercer secreto: «¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36). «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39). «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42).

Jesús clama: “¡Abba!” Éste es el desafío más grande que tiene el cristiano. En cualquier circunstancia, siempre, el creyente sabe que tiene por Padre a Dios, y desde esta certeza se atreve a abrazar unos acontecimientos que se muestran terribles.

Jesús nos ha enseñado a orar, y cuando nos ha apremiado a hacerlo, deberemos recordar su lección. Cuando oréis, decid: “Padre Nuestro”. Si nosotros, que somos malos, nos compadecemos de los que sufren, Dios ¿no va a tener compasión de nosotros? El creyente llega a sentir, en medio de la oscuridad y de las tinieblas, el cayado del Buen Pastor.

En la noche suprema, Jesús se abrazó a la voluntad de su Padre. Es la sabiduría cristiana por excelencia, que no se haga mi voluntad, sino la de Dios. Y en la peor encrucijada, no pedir otra cosa que lo que Dios quiera, y nos sorprenderemos de la fuerza que nos asiste y de la paz que nos acompaña.

“Y al instante, cuando todavía estaba hablando, llega Judas, uno de los doce, acompañado de una muchedumbre con espadas y palos, de parte de los príncipes de los sacerdotes, de los escribas y de los ancianos. El que lo entregaba les había dado una señal: Aquel a quien yo bese, ése es; prendedlo y conducidlo con cautela. Y al llegar a él en seguida , le dice: Rabbí; y le besó. Entonces le echaron mano y lo prendieron. Pero uno de los que lo rodeaban, sacando la espada hirió al criado del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja. En respuesta Jesús les dijo: ¿Cómo contra un ladrón habéis venido con espadas y palos a prenderme? Todos los días estaba en el Templo enseñando, y no me prendisteis; pero que se cumplan las Escrituras. Entonces, abandonándole huyeron todos. Y un joven, envuelto su cuerpo desnudo solo con una sábana, le seguía y lo agarraron. Pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo” (Mc 14, 43-52)

Prendimiento de Jesús

El evangelista nos narra el momento del prendimiento de Jesús. Habían tenido ocasiones, a la luz del día, pero tuvieron miedo a la respuesta popular; y acuden en el silencio de la noche armados de palos y de espadas.

En los evangelios de San Lucas y Mateo se recoge la respuesta de Jesús, tras el beso de Judas. “ ¿Judas, con un beso traicionas al Hijo del Hombre?” (Lc 22, 48). En el pasaje descrito por San Mateo un brevísimo diálogo entre Jesús y Judas: “Buenas noches, Maestro. Y le dio un beso. Jesús le dijo: Amigo, haz lo que vienes a hacer” (Mt 26, 49-50). El relato de San Juan nos presenta un diálogo entre el Señor y el gentío que acude a prenderle.

San Marcos nos habla de una muchedumbre la que acompaña a Judas. San Juan recoge que a ese gentío le acompaña una cohorte de legionarios romanos, que estaba compuesta de 600 soldados, al mando de un tribuno. Unos y otros desembocan en la cantidad de personas que acudieron a detener al Señor.

El beso, señal de saludo y de amistad que permanece inalterable a lo largo de los tiempos. Judas emplea esta señal para darle a conocer. Jesús le recibe con cariño: Amigo, haz lo que vienes a hacer, como leemos en San Mateo. No le reprende. Al igual que durante la Ultima Cena, que silencia su nombre, parece con ello darle una oportunidad de rectificar la grave acción que estaba cometiendo. Pero Judas sigue adelante. La soberbia había nublado el corazón de Judas. El Señor da una oportunidad a quien le hace el mal, y de seguro que se la seguirá dando hasta el final; todos gozamos de esas mismas oportunidades, cada día. El Señor nos da una nueva lección, ya no con palabras, sino con hechos: Jesús ama también a sus enemigos, a quienes da un trato de caridad.

Prendedlo y conducidlo con cautela, dice Judas, como temiendo que pudiera escaparse. No comprendía que era el mismo Jesús el que se entregaba. No ofrece resistencia, no intenta escapar, al contrario evita una reacción de los Apóstoles. Pedro hiere a uno de los siervos del Sumo Sacerdote, a Malco, pero Jesús le sana la herida. Nadie de aquella muchedumbre se detiene en aquel detalle; ni el mismo Malco quien acababa de ser curado. “¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado?” (Jn 18, 4)

Una muchedumbre con espadas y palos (Mc 14, 43). Habían seguido muy de cerca la trayectoria de Jesús durante su vida pública : iba haciendo el bien. Esto lo sabían ellos. Era pacífico; tan solo el cercano enfado del Señor en el Templo. Muchas ocasiones habían tenido para capturarlo. Eligen la noche, y un grupo fuertemente armado, acompañados de soldados romanos. Como si se tratara de un ladrón, de un delincuente peligroso, o un activista de los que agitaban a la población contra el Imperio.

Pero que se cumplan las Escrituras (Mc 14, 49). El Señor se deja prender, para ello había venido a estar entre nosotros. La primera parte de su misión sagrada se había cumplido; ahora quedaba la ultima, la mas dura, la del sufrimiento en toda la extensión de la palabra, que culminaría con su muerte en la Cruz.

Pero antes quedaba el abandono, tal como lo había dicho. Entonces, abandonándole huyeron todos (Mc 14, 50). Jesús queda solo ante aquellos que se consideraban sus enemigos. Es para nosotros otro toque de atención. Juzgamos la actuación de aquellos discípulos, sin acertar a ver nuestras claudicaciones, abandonos, negativas. Jesús se queda sólo aquella noche, el Sagrario viviente abandonado de todos. Un momento que se vendrá repitiendo con cierta asiduidad hasta nuestros días.

¿Quién era aquel joven que seguía a Jesús de lejos? “El detalle del joven de la sábana es exclusivo de San Marcos. La mayoría de los intérpretes ven en él una discreta alusión al propio San Marcos. Es probable que el Huerto de los Olivos perteneciera a la familia de San Marcos, lo que explicaría la presencia nocturna del muchacho, que se habría despertado repentinamente ante el bullicio de la gente”

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