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viernes, 22 de abril de 2011

Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo



Si pudiéramos descorrer el telón de los mismos cielos de aquel célebre día cuando Jesús moría en el Monte Calvario, quedaríamos sorprendidos y asombrados al descubrir un escenario completamente diferente del que transcurría sobre la tierra. 
El espectáculo en el lugar de la crucifixión es, sin embargo, escalofriante. Entre el mediodía y las tres de la tarde, densas tinieblas cubrían el Gólgota. Jesús, suspendido entre el cielo y la tierra había entregado su Espíritu al Padre con aquel terrible clamor: “Consumado es”. 
Lo había expresado a viva voz, en la plenitud de su fuerza espiritual y física (Mateo 27:50; Marcos 15:37), como dando a conocer a cielos y tierra, a los hombres de todo pueblo y nación que la Obra que había venido a realizar llegó a su punto culminante, había concluido: Jesús había entregado su Vida de Su propia voluntad. Se había cumplido lo que había expresado durante su ministerio público a aquellos que inquirían acerca de su verdadero origen: “Nadie me quita la vida, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:18). 
La muchedumbre, que todavía permanecía atónita en el lugar de los acontecimientos y que horas antes se había agolpado para injuriar y denostar al Cristo de Dios crucificado, se silenció, cesó de vociferar... Lentamente se dispersó, algunos golpeándose el pecho, compungidos, otros sin poder discernir qué clase de espectáculo habían presenciado.
Sus íntimos, los que le amaban, miraban de lejos con corazones embargados el costado traspasado de su Señor y Maestro. Toda esperanza parecía haberse esfumado… Jesús había muerto.
Sus ejecutores, aquellos que tan lejos estaban de pensar que El era la Vida, cuando vinieron a quebrar sus piernas como era costumbre hacer durante el martirio de la crucifixión, se sorprendieron al comprobar que el tal “Rey de lo Judíos” “ya” había muerto. Tan acostumbrados estaban a ver a los condenados morir por debilitamiento y terribles estertores…
José de Arimatea, varón piadoso, solicita a Pilato le sea entregado el cuerpo sin vida del Maestro para darle honrosa sepultura…. Una gran piedra es colocada frente al agujero de la roca para impedir el acceso al sepulcro, mientras la escolta romana requerida por los principales sacerdotes y fariseos, monta guardia después de haber sellado la piedra. Había que evitar los posibles “malos entendidos” con los discípulos del impostor.
El Calvario queda desierto… uno a uno, todos se fueron dispersando. Mientras tanto, en el Templo, el espeso velo que separaba el lugar Santo del Santísimo se había roto de arriba hacia abajo, dejando libre el acceso a la Presencia de Dios. Hasta aquí había sido vedado al pueblo judío entrar detrás del velo, un lugar celosamente guardado por los dirigentes de la vida espiritual de la nación, y que estaba reservado, según la Ley de Moisés para que accediera el Sumo Sacerdote, una vez al año con motivo de la ceremonia del Gran Día de la Expiación, y solamente él. Ahora, Jesús, el gran Sumo Sacerdote, había penetrado los mismos cielos y derribado la pared intermedia de separación entre Dios y los hombres… Pero, ¿quién podría explicar lo sucedido?… ¿qué lenguaje utilizar para explicar lo inexplicable? 
Toda Jerusalén estaba perpleja. ¿Qué estaba ocurriendo? Por qué la tierra tembló, por qué las rocas se partieron, los sepulcros se abrieron… Nadie podía dar razón de lo ocurrido, y mucho menos los escribas y fariseos que no conocieron el día de Su visitación.
Pero aquel solemne y terrible día, la historia de la humanidad había sido testigo de un día diferente, había sido testigo del día señalado por Dios para tratar definitivamente con el pecado de la humanidad… había sido testigo que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándole en cuenta a los hombres sus pecados… De una vez y para siempre se había tendido el puente entre Dios y los hombres. Un camino nuevo y vivo se establecía para todo aquel que cree. 
La escena celestial nos presenta otro aspecto, reviste otro carácter, es aún mucho más solemne y terrible: Dios está en su Tribunal y va a ejecutar su juicio sobre su bien amado Hijo. Durante siglos, muchos sacrificios de animales habían subido a la presencia del Señor como el camino elegido por Dios para expiar la culpa, a la espera del sacrificio perfecto y como sombra y figura de la muerte de Cristo.
Ese día, con increíble asombro, todo el ejército de los cielos contempla la terrible escena, la incomprensible ejecución. El inocente Cordero de Dios vistiendo las vestiduras viles del pecado del mundo, se presenta ante el Padre para pagar la deuda que nos correspondía, tomando nuestro lugar. Sobre sus hombros cuelgan repugnantes andrajos: el crimen, el adulterio, la inmundicia, la lascivia, la hipocresía, la idolatría, las hechicerías, las mentiras, los odios, las calumnias, la maledicencia, los ultrajes, las violaciones, las aberrantes desviaciones sexuales, el pecado en todo su hedor e inmundicia 
Cómo comprender que aquella horrible carga de los pecados de la humanidad fue puesta sobre El. Que Jesús estaba cargando con los pecados de los hombres, de todas las edades y de todas las razas, los presentes, los pasados y los futuros. Cómo comprender que tomó el pecado como un todo y lo extirpó de raíz, removiendo la culpa definitivamente y presentando un sacrificio único, válido por los siglos de los siglos. 
Cuando Jesús moría se estaba llevando a cabo la obra de la reconciliación. Es verdad que la resurrección del Señor sería el sello inequívoco de su calidad de Hijo de Dios (Romanos 1:4) y de su triunfo total sobre el pecado, pero también no es menos cierto que aquel “Consumado es”, el velo rasgado, muestran a las claras que la sangre del inocente Cordero de Dios subía como olor fragante a los mismos cielos (Efesios 5:2), como testimonio de una obra concluida… de un precio ya pagado. Había llegado la hora en que el Dios-Hombre presentaba la ofrenda perfecta que iba a satisfacer el corazón del Padre y haría perfectos para siempre a los santificados.
Cuando Jesús moría, además, estaba “anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:14 y 15)
Es ésta una solemne y tremenda verdad que presenta un aspecto de la Obra Redentora de Cristo que el creyente no puede desconocer.
El pueblo de Dios no debe vivir acosado y oprimido por temor al maligno desconociendo que la cruz asestó el golpe mortal y definitivo al que tenía el imperio de la muerte, no de la física, si no de la eterna que es la que separa al hombre de Dios para siempre. Cristo despojó a los principados y potestades, abrió las prisiones de oscuridad: “fue enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos”… 
Debemos afirmarnos en lo que la Palabra de Dios dice, que “el Hijo de Dios apareció para deshacer las obras del diablo” (1» Juan 3:8)
Ningún creyente debe temer ni sentirse atribulado, pensando que es un títere en manos del enemigo. El triunfo de Cristo fue y es TOTAL Y DEFINITIVO. No está expuesto a los cambios de nuestra frágil fe o conducta, ni mucho menos de nuestras débiles emociones.
Debemos someternos a Dios con todo nuestro corazón y desde ese lugar de confianza, resistir al diablo no dándole ocasión en sus maquinaciones. Debemos asirnos fuertemente de la Palabra de Dios que es la que testifica lo que El ganó en la cruz para todos aquellos que creen en El. 
Oímos con frecuencia de creyentes apesadumbrados por las continuas acusaciones del maligno, desvalidos en su fe, que miran con desesperanza zozobrar su confianza mientras se van hundiendo cada vez más en el pozo de la desesperación, a la zaga de quién sabe qué demonio. Es hora de asirnos fuertemente de la victoria de Cristo y proclamarlo a viva voz, dando gloria a su Nombre.
Es hora de conocer qué ocurría cuando Jesús moría y de CREERLO de todo corazón. 





Los sufrimientos físicos de la crucifixión 
Sufrimientos de Cristo en la cruz
T. Bunch Cap. 23 

Jesús fue crucificado a las nueve de la mañana, y murió sobre las tres de la tarde. Por lo tanto, pasó seis horas sobre la cruz antes que la muerte pusiera fin a sus sufrimientos. Desde el medio día hasta su muerte se cernieron sobre la cruz densas tinieblas que ocultaron al Sufriente de la vista de la multitud. “Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. El sol se oscureció y el velo del Templo se rasgó por la mitad” (Luc. 23:44 y 45). 

Cuando el ladrón se volvió hacia Cristo rogándole: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”, inmediatamente vino la respuesta desde la cruz situada en el centro: “Te aseguro hoy, estarás conmigo en el paraíso” (Luc. 23:39-43). El ladrón no le pidió que lo recordara antes del tiempo de la recompensa, en la segunda venida, momento en el que se establecería el reino de gloria, y Cristo no le prometió un sitio en el paraíso hasta ese momento. Cristo le hizo esa promesa en un momento en el que parecía imposible el cumplimiento de su Palabra. Cuando se coloca la coma en el lugar que le corresponde, según el original (que no incluye la partícula “que”), queda claro el significado. “Te aseguro hoy”: la promesa fue pronunciada en ese día; su cumplimiento pertenecía al futuro. De hecho, el registro bíblico aclara por encima de toda duda que el propio Cristo no fue al paraíso en aquel día. La mañana de la resurrección dijo a María que todavía no había ascendido al Padre (Juan 20:16 y 17). De acuerdo con Apocalipsis 2:7 y 22:1-5, es en el paraíso donde está el trono de Dios. La petición que elevó el ladrón arrepentido fue el único reconocimiento humano sobre la identidad y misión de Jesús durante todo el período de sus sufrimientos, y esa experiencia significó mucho en el fortalecimiento de su fe y valor para la batalla que aguardaba a Jesús. 

Los sufrimientos físicos de la crucifixión 

Habiendo recopilado información de los registros históricos y del conocimiento científico médico, Geikie da la siguiente descripción gráfica de las torturas propias de la muerte por crucifixión: “El sufrimiento de la crucifixión, del que resultaba finalmente la muerte, provenía en parte de la postura fija y constreñida del cuerpo, así como de los brazos extendidos, lo que ocasionaba dolor intenso a cada contracción o movimiento del dorso lacerado por los azotes, y de las manos y pies atravesados por los clavos. Estos últimos se clavaban a través de estructuras en las que confluían muchos nervios sensitivos y tendones, de los cuales algunos resultaban seccionados y otros aplastados o desgarrados con violencia. Se producía enseguida la inflamación de las heridas de las manos y los pies, así como en otras partes del cuerpo cuya circulación resultaba comprometida debido a las presiones anómalas existentes. Ello producía una sensación de sed abrasadora y un dolor insufrible. La sangre, que difícilmente podía irrigar las extremidades, congestionaba la circulación de la cabeza, ocasionando un tormento indescriptible. Dado que el corazón no podía bombear la sangre de la forma natural, impedido como estaba por la distensión de la caja torácica, había una dificultad circulatoria de retorno que ingurgitaba las venas. En tales circunstancias la situación habría mejorado mucho si las heridas hubiesen podido sangrar profusamente, pero no sucedía así. El propio peso del cuerpo, apoyado en la estaca fijada al segmento vertical de la cruz, el calor sofocante y los rayos del sol, convertían cada momento en peor que el anterior. Las rampas y las contracturas de los músculos más distantes terminaban en dolorosas convulsiones que se iban haciendo más extensas durante dos o tres días, afectando con el tiempo a partes vitales que traían por fin al sufriente el descanso de la muerte” (“The Life and Words of Christ”, p. 781 y 782). 

El Dr. Ritcher, médico prestigiado, analizó las fases patológicas de la muerte por crucifixión. La Cyclopedia of Biblical, Theological, and Ecclesiastical Literature de Strong, en su vol. 2, p. 590, reproduce estos fragmentos de su tratado a ese respecto: 

“La posición antinatural y tensión violenta del cuerpo, que ocasionaba una sensación dolorosa al menor movimiento”. 

“Los clavos, introducidos en las manos y pies a través de zonas atestadas de nervios y tendones, producían una angustia indescriptible”. 

“La exposición a tantas heridas y laceraciones ocasionaba la respuesta inflamatoria, que solía desembocar en gangrena, y cada minuto que pasaba no hacía más que agravar el sufrimiento”. 

“En las partes distendidas del cuerpo, las arterias llevan más sangre de la que logran evacuar las venas, lo que redunda en una congestión de órganos como el cerebro y el estómago. El trastorno circulatorio resultante produce una desazón, ansiedad y malestar peores que la propia muerte”. 

“Una sed acuciante y abrasadora”. 

“La muerte por crucifixión es, pues atribuible al estado inflamatorio desencadenado por las heridas, agravado por la exposición a la intemperie, a la privación de agua y a la penosa posición corporal. Al estado de inflamación local de las heridas le sigue un estado general febril en correspondencia. En un primer estadio, cuando la inflamación de las heridas se caracteriza por la hinchazón, enrojecimiento y el dolor acuciante, tiene lugar un estado febril en el que la persona nota acaloramiento, dolor intenso de cabeza, una sed indescriptible, inquietud y ansiedad... Si se impide la curación de las heridas y se entra en la fase supurativa, la fiebre se presenta en accesos de gran intensidad, y se produce antes o después el agotamiento de los poderes vitales. No obstante, cuando el grado de inflamación de la herida se traduce en áreas extensas de necrosis, se produce inmediatamente la afectación de los centros nerviosos; y si la causa de ese proceso inflamatorio en torno a las heridas continua, como sucede en la crucifixión, la víctima sucumbe rápidamente. Desaparece su sensibilidad al dolor, pero su ansiedad y estado de postración son intensos; sobreviene un ataque de hipo, la piel exuda un sudor frío y viscoso, y se produce la muerte. Es de esa forma en la que debía producirse la muerte de cruz en aquellos que gozaban de una constitución sana”. 

Torturado 

Es evidente que Jesús sufrió muchos de los tormentos descritos con anterioridad, si bien su muerte ocurrió a las seis horas de haber sido clavado en la cruz. Los crucificados solían durar dos o tres días, y en ocasiones una semana o más. Evidentemente, cuanto más tiempo vivían, más penosos eran sus sufrimientos físicos. La naturaleza sensitiva y refinada de Jesús debió sin duda potenciar su percepción del sufrimiento físico, de forma que sus seis horas de agonía bien pudieron equivaler a los dos o tres días habituales en un criminal endurecido. El clamor de Jesús: “-¡Tengo sed!”, no fue sólo un cumplimiento de la profecía del Salmo 69:21: “en mi sed me dieron a beber vinagre”, sino que era también una indicación de la existencia del proceso descrito con anterioridad. 

Por terribles que fueran sus sufrimientos físicos, Jesús fue torturado por una angustia mental aún mucho mayor. “Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: ‘Elí, Elí, ¿lama sabactani?’ (que significa: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’)” (Mat. 27:46). Como sustituto del pecador, Jesús había de experimentar la desesperación de sentirse totalmente abandonado por Dios, tal como sucederá a todo pecador perdido. Estaba atravesando el horror de esas densas tinieblas en las que ni un solo rayo de esperanza atraviesa la bruma. Sintió en su plenitud esa angustia inenarrable de saberse eternamente separado de Dios debido al pecado. Fue en la cruz donde el Hijo de Dios sintió plenamente el peso aplastante de los pecados del mundo entero. Si sus sufrimientos hubieran consistido meramente en dolor físico, su muerte habría sido mucho menos penosa que la de muchos mártires. Pero el dolor corporal no fue más que una pequeña parte de su agonía. 

No es solamente que el peso de los pecados del mundo agravó la angustia de Jesús, sino que fue aún peor la sensación del descontento de su Padre, puesto que Jesús estaba sufriendo la penalidad de la ley quebrantada en lugar del hombre. El ocultamiento del rostro de su Padre produjo en Cristo el sentimiento de que había sido abandonado por Aquel que le era el más próximo y el más querido, ocasionándole el más grande de los pesares y la más indescriptible desesperación. Sintió de la forma más acuciante los resultados de la separación que el pecado ocasiona entre Dios y el hombre. Los mártires murieron todos ellos con la seguridad de la aceptación de parte de Dios, por lo tanto su muerte no se puede comparar a la de Jesús, en su agonía en la cruz del Calvario. Fue eso lo que arrancó de los labios del Mesías sufriente el amargo clamor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” 

El Dr. David Russell afirma que la lucha de Jesús en el Getsemaní, que había resultado temporalmente aliviada por la visita del ángel, se reanudó en el Calvario para que alcanzara su trágico final: “En el Calvario se reprodujo la escena del Getsemaní; nuevamente se le ofreció la copa, y en esa ocasión la apuró hasta el final. En el Calvario su angustia alcanzó la culminación, y arrancó de él la penosa exclamación: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’ ¡Misterioso desamparo!, ineludible para la naturaleza de su muerte... Expiró por fin bajo la maldición, no tanto debido al agotamiento de su naturaleza física en razón de su dolor corporal y pérdida de sangre... sino más bien por la implacable presión del tormento mental. Algo que va más allá de lo que la naturaleza humana es capaz de resistir: literalmente quebrantó su corazón” (“Letters, Chiefly Practical and Consolatory”, vol. 1, p. 79 –Stroud-). 

La muerte vino como dulce reposo a los sufrimientos físicos y mentales de Jesús, pero no antes de que se disipara la impenetrable lobreguez, y obtuviera la seguridad del amor y aceptación de su Padre. Había descendido hasta las profundidades insondables de la desesperación al pagar el precio de la redención en favor del hombre culpable, de forma que la justicia quedó perfectamente satisfecha. Cuando su corazón se rompía bajo la terrible carga, un rayo de luz se abrió paso entre las tinieblas, y su aliento agonizante le permitió decir: “-Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Luc. 23:46). Murió en la seguridad de haber cumplido su misión terrenal, de haber vencido al pecado y haber provisto una vía de escape para el hombre culpable. Su clamor: “¡Consumado es!”, el grito de un vencedor, resonó por todo el universo. La muerte triunfante de Cristo vindicó el gobierno de Dios, y “como una sola voz, el universo leal se unió para ensalzar la administración divina” (PP 57).





Santo Viacrucis
Origen del Via Crucis


Durante esta discusión, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan estuvieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando con un profundo dolor. Cuando Jesús fue conducido a Herodes, Juan acompañó a la Virgen y a Magdalena por todo el camino que había seguido Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a casa de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al jardín de los Olivos, y en todos los sitios, donde el Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él. La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se había caído. Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun antes de que se cumpliera. La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre. La Virgen pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe. El dolor había puesto a Magdalena como fuera de sí. Su arrepentimiento y su gratitud no tenían límites, y cuando quería elevar hacia Él su amor, como el humo del incienso, veía a Jesús maltratado, conducido a la muerte, a causa de sus culpas, que había tomado sobre sí. Entonces sus pecados la penetraban de horror, su alma se le partía, y todos esos sentimientos se expresaban en su conducta, en sus palabras y en sus movimientos. Juan amaba y sufría. Conducía por primera vez a la Madre de Dios por el camino de la cruz, donde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se le aparecía.





Las Siete Palabras


PRIMERA PALABRA
“PADRE, PERDÓNALES, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN” 
(Luc.23,34)

Según la narración del Evangelista Lucas, ésta es la primera Palabra pronunciada por Jesús en la Cruz.

Jesús en la Cruz se ve envuelto en un mar de insultos, de burlas y de blasfemias. Lo hacen los que pasan por el camino, los jefes de los judíos, los dos malhechores que han sido crucificados con El, y también los soldados. Se mofan de Él diciendo: “Si eres hijo de Dios, baja de la Cruz y creeremos en ti” (Mt .27,42). “Ha puesto su confianza en Dios, que Él lo libre ahora” (Mt.27,43).

La humanidad entera, representada por los personajes allí presentes, se ensaña contra El. “Me dejareis sólo”, había dicho Jesús a sus discípulos. Y ahora está solo, entre el Cielo y la tierra.

Se le negó incluso el consuelo de morir con un poco de dignidad.

Jesús no sólo perdona, sino que pide el perdón de su Padre para los que lo han entregado a la muerte.

Para Judas, que lo ha vendido. Para Pedro que lo ha negado. Para los que han gritado que lo crucifiquen, a El, que es la dulzura y la paz. Para los que allí se están mofando.

Y no sólo pide el perdón para ellos, sino también para todos nosotros. Para todos los que con nuestros pecados somos el origen de su condena y crucifixión. “Padre, perdónales, porque no saben…”

Jesús sumergió en su oración todas nuestras traiciones. Pide perdón, porque el amor todo lo excusa, todo lo soporta… (1 Cor. 13).


SEGUNDA PALABRA
“TE LO ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO” 
(Luc.23, 43)

Sobre la colina del Calvario había otras dos cruces. El Evangelio dice que, junto a Jesús, fueron crucificados dos malhechores. (Luc. 23,32).

La sangre de los tres formaban un mismo charco, pero, como dice San Agustín, aunque para los tres la pena era la misma, sin embargo, cada uno moría por una causa distinta.

Uno de los malhechores blasfemaba diciendo: “¿No eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (Luc. 23,39).

Había oído a quienes insultaban a Jesús. Había podido leer incluso el título que habían escrito sobre la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. Era un hombre desesperado, que gritaba de rabia contra todo.

Pero el otro malhechor se sintió impresionado al ver cómo era Jesús. Lo había visto lleno de una paz, que no era de este mundo.

Le había visto lleno de mansedumbre. Era distinto de todo lo que había conocido hasta entonces. Incluso le había oído pedir perdón para los que le ofendían.

Y le hace esta súplica, sencilla, pero llena de vida: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Se acordó de improviso que había un Dios al que se podía pedir paz, como los pobres pedían pan a la puerta de los señores.

¡Cuántas súplicas les hacemos nosotros a los hombres, y qué pocas le hacemos a Dios!…

Y Jesús, que no había hablado cuando el otro malhechor le injuriaba, volvió la cabeza para decirle: “Te lo aseguro. Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Jesús no le promete nada terreno.

Le promete el Paraíso para aquel mismo día. El mismo Paraíso que ofrece a todo hombre que cree en El.

Pero el verdadero regalo que Jesús le hacía a aquel hombre, no era solamente el Paraíso. Jesús le ofreció el regalo de sí mismo.

Lo más grande que puede poseer un hombre, una mujer, es compartir su existencia con Jesucristo. Hemos sido creados para vivir en comunión con él.


TERCERA PALABRA
“MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO”. “AHÍ TIENES A TU MADRE”,
(Jn.I9, 26)

Junto a la Cruz estaba también María, su Madre. La presencia de María junto a la Cruz fue para Jesús un motivo de alivio, pero también de dolor. Tuvo que ser un consuelo el verse acompañado por Ella. Ella que, por otra parte, era el primer fruto de la Redención.

Pero, a la vez, esta presencia de María tuvo que producir1e un enorme dolor, al ver el Hijo los sufrimientos que su muerte en la cruz estaban produciendo en el interior de su Madre. Aquellos sufrimientos le hicieron a Ella Corredentora, compañera en la redención.

Era la presencia de una mujer, ya viuda desde hacía años, según lo hace pensar todo. Y que iba a perder a su Hijo.

Jesús y María vivieron en la Cruz el mismo drama de muchas familias, de tantas madres e hijos, reunidos a la hora de la muerte. Después de largos períodos de separación, por razones de trabajo, de enfermedad, por labores misioneras en la Iglesia, o por azares de la vida, se encuentran de nuevo en la muerte de uno de ellos.

Al ver Jesús a su Madre, presente allí, junto a la Cruz, evocó toda una estela de recuerdos gratos que habían vivido juntos en Nazaret, en Caná, en Jerusalén. Sobre sus rodillas había aprendido el shema, la primera oración con que un niño judío invocaba a Dios. Agarrado de su mano, había ido muchas veces a la Pascua de Jerusalén… Habían hablado tantas veces en aquellos años de Nazaret, que el uno conocía todas las intimidades del otro.

En el corazón de la Madre se habían guardado también cosas que Ella no había llegado a comprender del todo. Treinta y tres años antes había subido un día de febrero al Templo, con su Hijo entre los brazos, para ofrecérselo al Señor.

Y fue precisamente aquel día, cuando de labios de un anciano sacerdote oyó aquellas palabras: “A ti, mujer, un día, una espada te atravesará el alma”. Los años habían pasado pronto y nada había sucedido hasta entonces.

En la Cruz se estaba cumpliendo aquella lejana profecía de una espada en su alma.

Pero la presencia de María junto a la Cruz no es simplemente la de una Madre junto a un Hijo que muere. Esta presencia va a tener un significado mucho más grande.

Jesús en la Cruz le va a confiar a María una nueva maternidad. Dios la eligió desde siempre para ser Madre de Jesús, pero también para ser Madre de los hombres.

CUARTA PALABRA
“DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO” 
(Mt.27,46)

Son casi las tres de la tarde en el Calvario y Jesús está haciendo los últimos esfuerzos por hacer llegar un poco de aire a sus pulmones. Sus ojos están borrosos de sangre y sudor.

Y en este momento, incorporándose, como puede, grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

No había gritado en el huerto de los Olivos, cuando sus venas reventaron por la tensión que vivía. No había gritado en la flagelación, ni cuando le colocaron la corona de espinas.

Ni siquiera lo había hecho en el momento en que le clavaron a la Cruz.

Jesús grita ahora.

Jesús, el Hijo único, aquel a quien el Padre en el Jordán y en el Tabor había llamado: “Mi Hijo único” , “Mi Predilecto”, “Mi amado”, Jesús en la Cruz se siente abandonado de su Padre.

¿Qué misterio es éste? ¿Cuál es el misterio de Jesús Abandonado, que dirigiéndose a su Padre, no le llama “Padre”, como siempre lo había hecho, sino que le pregunta, como un niño impotente, que por qué le había abandonado?.

¿Por qué Jesús se siente abandonado de su Padre?

Me gustaría poder ayudarte a conocer un poco, y, sobre todo, a contemplar todo el misterio tremendo, y a la vez inmensamente grande, que Jesús vive en este momento.

Este momento de la Pasión de Jesús, en que se siente abandonado de su mismo Padre, es el más doloroso para El de toda la Redención. El verdadero drama de la Pasión Jesús lo vivió en este abandono de su padre.

Y si la Pasión de Jesús, el Hijo bendito del Padre, es el misterio que no tiene nombre, que no hay palabras para describirlo, no lo es simplemente por los azotes, ni por la sangre derramada, ni por la agonía o por la asfixia, sino porque nos hace entrar en el misterio de Dios.

Y en este abandono de Jesús, descubrimos el inmenso amor que Jesús tuvo por los hombres y hasta dónde fue capaz de llegar por amor a su Padre. Porque todo lo vivió por haberse ofrecido a devolver a su Padre los hijos que había perdido y por obediencia a Él.

QUINTA PALABRA
“TENGO SED” 
(Jn.19,28)

1.- Uno de los más terribles tormentos de los crucificados era la sed.

La deshidratación que sufrían, debida a la pérdida de sangre, era un tormento durísimo. Y Jesús, por lo que sabemos, no había bebido desde la tarde anterior.

No es extraño que tuviera sed; lo extraño es que lo dijera.

2.- La sed que experimentó Jesús en la Cruz fue una sed física. Expresó en aquel momento estar necesitado de algo tan elemental como es el agua. Y pidió, “por favor”, un poco de agua, como hace cualquier enfermo o moribundo.

Jesús se hacía así solidario con todos, pequeños o grandes, sanos o enfermos, que necesitan y piden un poco de agua. Y es hermoso pensar que cualquier ayuda prestada a un moribundo, nos hace recordar que Jesús también pidió un poco de agua antes de morir.

3.- Pero no podemos olvidar el detalle que señala el Evangelista San Juan: Jesús dijo: “Tengo sed”. “Para que se cumpliera la Escritura”, dice San Juan (Jn.19,28).

Jesús habló en esta quinta Palabra de “su sed”. Aquella sed que vivía El como Redentor.

Jesús, en aquel momento de la Cruz, cuando está realizando la Redención de los hombres, pedía otra bebida distinta del agua o del vinagre que le dieron.

Poco más de dos años antes, Jesús se había encontrado junto al pozo de Sicar con una mujer de Samaría, a la que había pedido de beber.”Dame de beber”. Pero el agua que le pedía no era la del pozo. Era la conversión de aquella mujer.

Ahora, casi tres años después, San Juan que relata este pasaje, quiere hacernos ver que Jesús tiene otra clase de sed. Es como aquella sed de Samaría.

“La sed del cuerpo, con ser grande -decía Santa Catalina de Siena- es limitada. La sed espiritual es infinita”.

Jesús tenía sed de que todos recibieran la vida abundante que El había merecido. De que no se hiciera inútil la redención. Sed de manifestarnos a Su Padre. De que creyéramos en Su amor. De que viviéramos una profunda relación con El. Porque todo está aquí: en la relación que tenemos con Dios.

SEXTA PALABRA
“TODO ESTÁ CUMPLIDO” 
(Jn. 19, 30)

Estas fueron las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la Cruz.

Estas palabras no son las de un hombre acabado. No son las palabras de quien tenía ganas de llegar al final. Son el grito triunfante del vencedor.

Estas palabras manifiestan la conciencia de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo: dar la vida por la salvación de todos los hombres.

Jesús ha cumplido todo lo que debía hacer.

Vino a la tierra para cumplir la voluntad de su Padre. Y la ha realizado hasta el fondo.

Le habían dicho lo que tenía que hacer. Y lo hizo. Le dijo su Padre que anunciara a los hombres la pobreza, y nació en Belén, pobre. Le dijo que anunciara el trabajo y vivió treinta años trabajando en Nazaret.

Le dijo que anunciara el Reino de Dios y dedicó los tres últimos años de su vida a descubrirnos el milagro de ese Reino, que es el corazón de Dios.

La muerte de Jesús fue una muerte joven; pero no fue una muerte, ni una vida malograda. Sólo tiene una muerte malograda, quien muere inmaduro. Aquel a quien la muerte le sorprende con la vida vacía. Porque en la vida sólo vale, sólo queda aquello que se ha construido sobre Dios.

Y ahora Jesús se abandona en las manos de su Padre. “Padre, en tus manos pongo mi Espíritu”.

Las manos de Dios son manos paternales. Las manos de Dios son manos de salvación y no de condenación.

Dios es un Padre.

Antes de Cristo, sabíamos que Dios era el Creador del mundo. Sabíamos que era Infinito y todopoderoso, pero no sabíamos hasta qué punto Dios nos amaba. Hasta qué punto Dios es PADRE. El Padre más Padre que existe.

Y Jesús sabe que va a descansar al corazón de ese Padre.

SÉPTIMA PALABRA
“PADRE, EN TUS MANOS PONGO MI ESPÍRITU 
(Luc. 23,46)

Y el que había temido al pecado, y había gritado: “¿Por qué me has abandonado?”, no tiene miedo en absoluto a la muerte, porque sabe que le espera el amor infinito de Su Padre.

Durante tres años se lanzó por los caminos y por las sinagogas, por las ciudades y por las montañas, para gritar y proclamar que Aquel, a quien en la historia de Israel se le llamaba “El”, “Elohim”, “El Eterno”, “El sin nombre”, sin dejar de ser aquello, era Su Padre. Y también, nuestro Padre.

Y el hecho de que tenga seis mil millones de hijos en el mundo, eso no impide que a cada uno de nosotros nos mime y nos cuide como a un hijo único.

Y, salvadas todas las distancias, también nosotros podemos decir, lo mismo que Jesús: “Dios es mi Padre”, “los designios de mi Padre”, “la voluntad de mi Padre”.

Y si es cierto que es un Padre Todopoderoso, también es cierto que lo es todo cariñoso. Y en las mismas manos que sostiene el mundo, en esas mismas manos lleva escrito nuestro nombre, mi nombre.

Y, a veces, cuando la gente dice: “Yo estoy solo en el mundo”, “a mi nadie me quiere”, El, el padre del Cielo, responde: “No. Eso no es cierto. Yo siempre estoy contigo”.

Hay que vivir con la alegre noticia de que Dios es el Padre que cuida de nosotros. Y, aunque a veces sus caminos sean incomprensibles, tener la seguridad de que El sabe mejor que nosotros lo que hace. Hay que amar a Dios, sí. Pero también hay que dejarse amar y querer por Dios.

En las manos de ese Padre que Jesús conocía y amaba tan entrañablemente, es donde El puso su espíritu.


Pésame a Nuestra Santísima Madre


Monición inicial
Acompañemos a María, que al pie de la cruz, ha sufrido junto a su Hijo la Pasión y la Muerte. Acudamos a la Santísima Virgen María que en medio del sufrimiento nos ha sido entregada como nuestra piadosa y tierna madre.

Que a través de este Santo Rosario, en el que meditaremos acerca de cada uno de los instrumentos de la pasión, oremos con ella junto al cuerpo yaciente de Jesús, y acompañemos a María en su prolongada noche de dolor y de pena. 

La señal de la cruz.

Yo pecador.
Romancero de la Vía Dolorosa. 
XIII Estación 
(Fragmento)

Mi Jesús tiene sueño, por el camino se me durmió tres veces el pobrecillo.
Hijito, duerme, duerme, que en esta noche no habrá quien te despierte.

De mañanita, llorando, por los caminos del cielo
salió mi niño a buscar, su rebaño de corderos.
Todos andaban perdidos entre los barrancos negros...

En un bosque de alaridos y brazos en alto tensos,
entró mi niño temblando de soledad y de miedo...

Las flores eran de sangre, las ramas erán flagelos, 
las maldiciones volaban, como pájaros al viento.

Era tan largo el camino, estaba el aire tan negro,
que mi Niño se calló, tres veces en el sendero;
y cuando a los ojos de agua se acercó a beber sediento
le dieron a beber mirra, aquellos crueles veneros.

Por fin se subió mi Niño, sobre las ramas de un cedro,
por ver si de las alturas, divisaba sus corderos.
Su séptuple canto triste, rodó por el universo.

Como un gorrioncillo herido - todo púrpura su pecho -
quedo dormido mi Niño, sobre las ramas del cedro;
las nubes lo acariciaban, con devoción los cabellos.

Dormidito lo encontraron, en el camino del cielo
y dormidito a mis brazos, de noche me lo trajeron.
Tiene en sus pies dos claveles, en sus manos dos luceros, 
y en su Corazón un sol, tres veces santo y abierto.

Hijito que entre mis brazos, yaces cansado y desecho, 
duérmete sin ansiedades por tus perdidos corderos.
... Hijito que entre mis brazos, yaces desnudo y desecho,
sigue durmiendo en la cuna de mi amor y de mis besos.

Estos besos son los últimos, pero mi amor es eterno.
Sigue durmiendo en mis brazos, aunque sabes que tu sueño, 
es espada de dos filos que me traspasa por dentro...
Duerme... que para velarte, esta mi dolor despierto...

Primer Misterio
EL FLAGELO

Pilato les preguntó ¿Quieren que deje en libertad al rey de los judíos? Pero ellos gritaron: ¡No, a ese no! Deja en libertad a Barrabás. Entonces Pilato ordenó que lo azotaran. (Jn 18, 34. 40; 19,1).

María.-Hijito que entre mis brazos, yaces cansado y desecho
Todos.-Duérmete sin ansiedades, por tus perdidos corderos

El pasó haciendo el bien. (Hch. 10, 38).

En toda tu vida Señor, amaste, hoy, en cambio se te odia. Tus manos estuvieron siempre dispuestas a acariciar a los niños y a los pecadores, hoy en cambio haz recibido solo fieros flagelos. Estuviste presto para sanar la carne destruida por la enfermedad y la lepra, pero hoy, te destrozamos la carne que con cariño te tejiera tu madre en su seno.

Hoy ciertamente se te sigue flagelando. Te golpeamos con nuestra indiferencia y apatía, con la falta de solidaridad y unión de los que nos llamamos cristianos. Y dejamos que te golpeen en la miseria de los pobres, en la tristeza de los deprimidos y en la esclavitud de los vicios.

Madre, que dejemos ya los flagelos con que nos golpeamos unos a otros, que tú nos enseñes como a Jesús, a utilizar nuestras manos para levantar, para acariciar, para perdonar.

Guía.-Madre llena de dolores, haced que cuando expiremos
Todos.- Nuestras almas entreguemos, por tu manos al Señor.

Segundo Misterio
LA CORONA DE ESPINAS

Los soldados lo llevaron al interior del palacio, o sea al pretorio y llaman a la tropa. Lo vistieron con un manto rojo y trenzando una corona de espinas, se la pusieron. (Mc. 15, 16-20).

M.-Hijito que entre mis brazos, yaces cansado y desecho
T.-Duérmete sin ansiedades, por tus perdidos corderos

"El Señor me ha dado una lengua de discípulo para que sepa sostener con mi palabra al cansado". (Is. 50, 4).

Era demasiado. Había ya traspasado por mucho los límites que la lógica humana habían impuesto al corazón del hombre. Y es que tu cabeza, tu corazón y tu boca, íntimamente unidos, hicieron una combinación que hizo que los mismos cimientos del mundo, de sus instituciones y de las personas, se cimbraran hasta lo más profundo. Las bienaventuranzas, el perdón de los pecadores, el amor a los enemigos, un Dios que es Padre, no se podían tolerar. La locura de tus palabras sólo podía recibir una corona magnífica, pero nos equivocamos, una vez más nos equivocamos, tuvimos a bien ceñir tus sienes, no de oro, sólo de espinas. 

Así, nuestras palabras, nuestras mentes, ya no hablan ante la injusticia, ante la corrupción, ante el pecado, por temor a ser tratados como locos. Por eso hoy tus palabras nos gustan mucho, sí, pero no nos comprometen. Madre, que a ejemplo tuyo, hagamos vida las palabras de tu Hijo.

G.-Madre llena de dolores, haced que cuando expiremos
T.- Nuestras almas entreguemos, por tu manos al Señor.

Tercer Misterio 
JESÚS SE ABRAZA A LA CRUZ

"El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados." (1Jn, 4, 10)

M.-Hijito que entre mis brazos, yaces cansado y desecho
T.-Duérmete sin ansiedades, por tus perdidos corderos

"El cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores." (Is 53, 1|2)

Así como amaste al Hijo Pródigo, así como buscaste la oveja perdida, así amas la cruz. Que fue difícil, no hay que negarlo, pero bien sabes que en los caminos del amor, siempre habrá senderos de sufrimiento. Porque tu amor "todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1Co.13,7) Y así fue, el amor cegó a Dios y lo hizo cargar una cruz para en ella hacer locuras insospechadas. Por eso, por que amas al pecador, por que me amas, por eso Señor mío, amaste tu cruz.

Y mírame a mí, a mi vida, quejándome diariamente por mi cruz, evadiendo lo más que puedo mis responsabilidades; y así porque no amo mi cruz, se hace más pesada y no me decido caminar y cambiar la situación de mi vida, de mi familia y de mi comunidad.

Madre, enséñame a amar, mi vida, mis dificultades, mis responsabilidades para que una vez amándolas, las tome sobre mis hombros y comience así a caminar detrás de Jesús.

G.-Madre llena de dolores, haced que cuando expiremos
T.- Nuestras almas entreguemos, por tu manos al Señor.


Cuarto Misterio 
LOS CLAVOS TRASPASAN EL CUERPO DE JESÚS

"Cuando llegaron la lugar llamado "la calavera" crucificaron allí a Jesús junto con dos malhechores." (Lc 23, 33)

María.-Hijito que entre mis brazos, yaces cansado y desecho
Todos.-Duérmete sin ansiedades, por tus perdidos corderos

"Eran nuestras rebeldías las que lo traspasaban y nuestras culpas lo que lo trituraban" ( Is. 53,5)

El dolor parecía insoportable. Los golpes del martillo se confundían con el lento desgarrarse de tu cruz y de tu carne. Si el hecho de no haber desfallecido durante este cruel momento nos sorprende, más aún nos conmueve las palabras de perdón y misericordia para quienes somos el motivo de tanto dolor.¡Fuiste tan cruelmente deshumanizado por los "humanos".! La longitud, la anchura, la altitud y profundidad con la que Dios nos amó desde la cruz supera aquí toda palabra. Callemos, miremos, adoremos. (Un momento breve de silencio)

Madre dolorosa, que con tu presencia en el sacrificio de Cristo, eres verdadera Madre, permite que cuando el sufrimiento toque a las puertas de nuestras vidas, podamos contar con tu maternal compañía. 

G.-Madre llena de dolores, haced que cuando expiremos
T.- Nuestras almas entreguemos, por tu manos al Señor.


Quinto Misterio
LA LANZA TRASPASA EL COSTADO DE JESÚS

"Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y enseguida brotó sangre y agua." (Jn 19, 34)

María.-Hijito que entre mis brazos, yaces cansado y desecho
Todos.-Duérmete sin ansiedades, por tus perdidos corderos

"Y a ti, una espada te atravesará el corazón" (Lc 2, 35)

Habías muerto ya. Y te quedaste sin nada. Lo diste todo, tu madre, tu vida, la última gota de sangre.

Bendita lanza que traspasó tu costado y que ha dejado para nosotros tu corazón siempre abierto. Bendita lanza que nos abre la posibilidad de retornar siempre a tú corazón que perdona y que abraza. Por eso Señor, cambia este mi corazón de piedra que se niega acoger al que me ha ofendido, que se niega abrirse al que me necesita, que se ha endurecido y que poco le importa lo que le pase al prójimo. Traspasa pues este corazón y haz que se vuelva más generoso y que entregue a ejemplo tuyo, todo lo que tiene.

Madre llena de dolor intercede por tus hijos que a costa de la sangre de tu Hijo han sido redimidos, para que así como tú, al pie de la cruz contemplemos y busquemos a Jesús, quien nos espera con el corazón siempre abierto ya que "habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo".(Jn 13, 1) 

G.-Madre llena de dolores, haced que cuando expiremos
T.- Nuestras almas entreguemos, por tu manos al Señor.

ORACIÓN FINAL
(Oración del Beato Agustín Pro a la Virgen de los Dolores)

Déjame pasar la vida, Madre mía, acompañando tu soledad amarga y tu dolor profundo. Déjame sentir en el alma el triste llanto de tus ojos y el desamparo de tu corazón.

No quiero en el camino de mi vida saborear las alegrías de Belén adorando en tus brazos virginales al Niño Dios. No quiero gozar en la casita de Nazaret de la amable presencia de Jesucristo. No quiero acompañarte en tu Asunción gloriosa entre coros de ángeles. Quiero en mi vida las mofas y culpas del Calvario; quiero la agonía lenta de tu Hijo; el desprecio la ignominia, la infamia de la Cruz, quiero estar a tu lado, Virgen dolorosísima, fortaleciendo mi espíritu con tus lágrimas, consumando mi sacrificio con tu martirio, sosteniendo mi corazón con tu soledad, amando a mi Dios y tu Dios con la inmolación de mi ser. Amén

Fuente: mensajero.org.mx
Fuente: Diócesis de Celaya, México






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